El tiempo se lo llevó todo como viento autumnal a las hojas secas. Uno a uno los botones se abrieron, marchitaron y cayeron sin vida a la tierra que los devoró de regreso.
Así pasaron los años de mi infancia rodeados de las pilastras de un pasado aún más distantes cuya muerte abonó de nostalgia y velos negros mi mundo… velos tras los cuales encuentro una realidad desconocida e incomprensible.
Sonrisas lascivas en los rostros que me observan con menosprecio, me queman el espíritu, y merman mis esfuerzos, alejando la panacea del triunfo cual estrella distante que te observa burlona mientras impotentemente manoteas en el aire para alcanzarla desde la tierra arisca y cruel, hasta que te derrumbas al polvo atrapado en el llanto de la frustración y el fracaso. Cada lágrima quema con ira tus ojos y tus mejillas que marcan como fuego hasta que dejar seco el exterior sin poder ya expresar más llanto o risa, tallando la máscara hierática y gris que el mundo observa y tilda de autista.
Sólo queda una solución… la batalla… el combate hasta la última gota de sangre y la última bocanada de aliento. Magia, fuego y acero, habilidad pasión y trabajo… pelear… pelear día y noche… buscar la inmortalidad de tus hechos y la vigencia de tu legado.
Pero la contienda parece perdida antes de empezar, pues el enemigo es desconocido y ataca de improviso invisible y terrible, guiado por una rabia perenne ante la que las armas y defensas parecen ceder corrompidas. Embistes al vacío que empieza desde el presente para extenderse al futuro amenazante y pavoroso, con el peso del pasado y sus muertos, cuyos féretros son grilletes que jalas tras de ti encajados a tu carne con garfios mohosos.
Aprendí mucho, escuché muchas palabras… hechos, historias de un mundo que fue, de primera mano de quienes lo vivieron, pero limitado a las brumas pretéritas que duelan sombrías al presente con voces fantasmales que embotan la mente y extrañan más la realidad que los sentidos perciben.
Se débil y cobarde fueron las condenas que se me imputaron sin juicio desde que la luz tocó mis cojos por primeras vez y el aire entró por mis pulmones desgarrando con dolor. Y la sentencia se acrecentó año con año, hasta que la muerte comenzó a mostrarse como una compasiva amiga que daría cobijo y descanso al inútil despojo, que roba espació en el mundo y se oculta en los rincones, o se complace en la vacuidad del ocio que le roba el alma cada vez más.
Así la nada se aposenta en el corazón y la soledad se vuelve compañera y enemiga. Se desea y se repudia… no se puede estar con ella y en ella, pero tampoco sin ella y fuera de ella. Es una enfermedad y cura a la vez, veneno cuyo antídoto se encuentras inalcanzable escondido en la bastedad del ininteligible mundo construido, aquel que aparece de improviso, desconocido e inexpugnable.
Es así que descubre tu esencia como maderero flotando en el mar, como islote sin talud que flota a la deriva en el mar azul cuya orilla conoces, pero su fin se pierde misterioso tras el horizonte donde se unen el cielo y el oleaje.
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